Dr. Juan José Bretón
Este es un tema del que muchos hablan, pero no siempre con mucho acierto, aunque sí bastante ideología. Eutanasia –etimológicamente hablando – significa “buena muerte”. En el diccionario se define como: 1. Intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura. 2. Muerte sin sufrimiento físico. El problema principal es distinguir entre lo que sería puramente un homicidio o auxilio al suicidio, de lo que implica la segunda definición, que más acorde con el sentido común y la ética médica: evitar sufrimientos a los pacientes en sus últimos días. Como se ve, la diferencia es muy sutil, y radicada en la intencionalidad. Lo que se llama comúnmente eutanasia se definiría mejor como eutanasia “activa”, o supresión intencionada de la vida para evitar sufrimientos físicos o morales. En cambio, la eutanasia “pasiva” o por omisión, implica no emplear medios de tratamiento extraordinarios o desproporcionados que no sean puramente sintomáticos, ya que no producirían un resultado apreciable o agravarían los sufrimientos del paciente. A ello se puede asociar medidas de apoyo emocional o religioso, según el caso. Esta acción se denomina más acertadamente como Ortotanasia. La ortotanasia no sólo es lícita, sino que puede ser una obligación moral, según la apreciación religiosa y la ética médica, ya que si no, entraríamos en el “encarnizamiento terapéutico” o Distanasia, perniciosa praxis no pocas veces empleada por no saber discernir los límites de nuestras posibilidades o por temor a reclamaciones legales. La ortotanasia procura, pues, cumplir con la segunda acepción de la RAE: aliviar los sufrimientos con todos lo medios de que se dispone. Si este empeño tiene como efecto colateral la posibilidad de provocar o acelerar la muerte (como puede ocurrir con el uso de sedantes), ello no debe impedir su uso. Esta práctica está aceptada por la mayoría de códigos deontológicos médicos, la jurisprudencia y la Iglesia Católica desde hace siglos y se basa en la doctrina del “doble efecto” (se busca el efecto positivo: el alivio del enfermo). Claramente se ve como se pretenden unos objetivos muy alejados de la eutanasia “activa”. Actualmente, con los medios y legislación actual, siempre que se apliquen con racionalidad y mesura, habría suficiente base para permitir que los pacientes terminales no sufran innecesariamente. En Andalucía existe ya una Ley (2/2010, de 8 de abril) de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de la muerte que, aunque no agrada a algunos, realmente protege a los profesionales que tratan a pacientes en sus últimos días. Pero en un peligroso paso más allá, ahora se propone por adalides de lo progresista (término de incierto y mudable significado, pero de gran resonancia), con más buena voluntad que acierto o conocimiento, la despenalización del suicidio asistido en aras de una “vida digna”. Dejando aparte lo etéreo e inmensurable de este concepto, esta iniciativa es irrelevante y peligrosa; irrelevante, ya que el problema social, tan aireado en los medios se limita a unos pocos enfermos terminales o crónicos al año, siendo así que cada caso puede y debe resolverse mediante una eficaz colaboración entre pacientes, familiares, consejeros y jueces. Existen ya vías legales que permitirían resolver estos casos y soslayar una posible penalización, con lo que es innecesaria la reforma legal. Y, principalmente, es peligroso, porque las consecuencias pueden ser gravísimas: no sería difícil para desaprensivos herederos o gestores de sanatorios y residencias obtener mediante soborno o falsificación certificaciones de situación de “vida no digna” de ancianos o enfermos incapacitados molestos, poco rentables o heredables, y conseguir así su exterminio. El legislador sensato debe tener la responsabilidad de adivinar el alcance de sus decisiones, y ver si queriendo facilitar lo anecdótico y ocasional, empeora lo cotidiano y frecuente.