Dr. Juan José Bretón
Nunca hasta ahora se ha vivido –al menos en los países occidentales- con un nivel de salud pública tan elevado. Gracias principalmente a la higiene, los nuevos fármacos y las vacunas, las enfermedades infecciosas han sido contenidas, centrando nuestra precaución en las cardiovasculares y el cáncer. Gozar de una vida activa y saludable durante muchos años es lo habitual. Quizá hemos creído ser invulnerables y eternos, idea reforzada por la reiterada ocultación de la enfermedad y la muerte. Pero no siempre fue así: en los siglos XVI y XVII aparece todo un sistema de pensamiento centrado en la muerte, plasmado en el arte y literatura: el “memento mori” y la danza macabra. La Revolución industrial mejora escasamente este panorama. Hace un siglo la convivencia con la idea de finitud y contingencia era común y en el ideario popular era patente la presencia de la enfermedad y la muerte. Hasta la aparición de los antibióticos, hacia los años 40-50 del siglo XX, las enfermedades infecciosas eran un azote bíblico; baste considerar la tuberculosis, enfermedad romántica retratada por Dumas y Thomas Mann, entre otros y que aun produce cada año la muerte de alrededor de 2 millones de personas. La Tisiología fue una especialidad muy afamada y relacionada con la construcción de los famosos Hospitales del Tórax, lazaretos de siniestra estampa. Los locos años 20, paradigma de prosperidad, lujo, fortuna y progreso, convivían con unas altas tasa de tisis y sífilis -la enfermedad vergonzante- amén del muy cercano riesgo de pulmonías, meningitis, enterocolitis coleriformes, gangrenas y otras múltiples patologías graves de origen infeccioso. Todo ello era asumido como inevitable, mientras que las precauciones higiénicas eran muy básicas. En 1918 una catástrofe conmovió al mundo, recién salido de la llamada Gran Guerra, pues no se sabía que vendría poco después otra peor: la epidemia de gripe – mal llamada española, pues la trajeron a Europa los soldados de EEUU- más mortífera conocida. Se estima que murieron un mínimo de 50 millones de personas en menos de 2 años, principalmente jóvenes, afectos de gravísimas neumonitis. Recientemente (2005), se reconstruyó el virus causal por un equipo del Monte Sinaí de Nueva York, liderado por un español, Adolfo García-Sastre. Es tentador hacer comparaciones con la actual pandemia de coronavirus; al igual que en 1918, las únicas medidas posibles por ahora son el aislamiento y la protección, con la diferencia de que las terapias de soporte son ahora mucho más eficaces y han salvado miles de vidas. Asimismo lo ha sido la enorme respuesta de la biotecnología, siendo de esperar vacunas y terapias efectivas en breve plazo. Este grave acontecimiento ha cambiado muchas cosas, y una de ellas sin duda es la pérdida de esa falsa sensación de invulnerabilidad, esa arrogancia del ser humano que creía haber doblegado a la naturaleza e incluso burlar a la muerte. Bien sabemos los médicos que podemos ganar muchas batallas a ésta, pero el fin es inevitable. Esta brusca detención de los asuntos cotidianos nos hace interpelarnos por la propia existencia. Muy acertadamente, autores como Camus en La Peste, describen la necesidad del ser humano, oprimido por la cercanía de la Parca, de dar un sentido a su vida. El sentido de nuestra profesión no es otro sino prevenir la muerte prematura y facilitar una muerte en paz.