Dr. Juan José Bretón
Es inherente a nuestra profesión la toma de decisiones, a veces en momentos muy delicados, sobre el diagnóstico y tratamiento de nuestros pacientes; como se ve en los protocolos de actuación, el discurso mental del médico se basa en una secuencia de pasos lógicos, lo que conduce a la decisión final Podría parecer que este razonamiento atenta contra el llamado “ojo clínico”, basado en la experiencia, que parece funcionar casi intuitivamente; en este caso ocurre que, por repetitiva, la secuencia lógica se ejecuta de modo casi inconsciente.
El proceso de elaborar decisiones es particularmente difícil cuando se juzga la posibilidad de realizar un tratamiento eficaz sobre un paciente crónico muy avanzado, generalmente con deterioro cognitivo; se presenta toda una cascada de dudas éticas y de presiones del entorno. Las primeras se fundamentan en el constructo moral de cada profesional, sus creencias, influjo familiar, modelo de enseñanzas recibidas durante la formación académica y clínica y, por supuesto, un análisis riguroso de la situación. Es tal la complejidad que, si no se mantiene la cabeza fría, las emociones pueden llevarnos a decisiones erróneas, muchas veces por implicación personal. Otro gran factor de presión es el entorno del paciente. Los allegados desean que se haga todo lo posible por su familiar, y la tecnología nos ofrece hoy poderosas herramientas a nuestra disposición; sin embargo, entramos en un terreno muy complejo y resbaladizo, si no se tiene claro el norte. Y el norte no es más que aplicar el antiguo concepto de beneficencia, hoy casi anulado frente al de autonomía. El médico no siempre se permite el lujo de poder ser aséptico e independiente: esta mediatizado por las características de su lugar de trabajo, a las presiones de las autoridades, por conceptos economicistas y en situaciones de emergencia -como la vivida actualmente- a la necesidad de elección inmediata. Esta complejidad y cúmulo de factores nos puede llevar fácilmente a dos extremos: al nihilismo terapéutico o bien al encarnizamiento, este último mucho más frecuente de lo que se cree. No es preciso recordar entre profesionales que sería trágico condenar a un paciente crónico terminal o a uno mortalmente lesionado a vivir sus últimos días de modo indigno, sometido a maniobras puramente protocolarias. También lo sería emplear líneas de tratamiento heroicos, sin suficiente evidencia. Ante esta tesitura, lo conveniente es la necesaria cooperación entre equipos o al menos la consulta de otro colega. Y, una vez decididas las medidas a adoptar, aún hay que ejercer la asignatura pendiente para muchos profesionales, que se aprende tras bastantes malos ratos: la empatía y la habilidad de comunicación. Es preciso no caer en la soberbia de quedar por encima de la situación; hay que explicarla a quien no tiene conocimientos sanitarios y además, esta alterado emocionalmente. Unos minutos de charla, empleando términos sencillos y cuidadosamente elegidos, un oportuno silencio, una mirada, pueden contribuir en la mayoría de ocasiones a despejar la sensación de no poder hacer nada que, a veces, trasmitimos. Recordemos, con Claude Bernard, que, aunque no haya cura, siempre podemos procurar alivio.