José Manuel González Infante
Hace unos días tuve ocasión de leer la referencia que se hacía a una frase de San Juan Pablo II, en la que hablando de la necesidad de los por él llamados heraldos del Evangelio, los califica como “expertos en humanidad”.
Frecuentemente vemos que se tiene por experto a quién es hábil o tiene gran experiencia en una determinada actividad o trabajo, en definitiva, el término está estrechamente relacionado con la tecnología, siendo un lexema de gran predicamento en la sociedad tecnológica en la que vivimos. Por eso, también se suele usar el término experto referido no a las personas, sino por ejemplo, a los sistemas informáticos, caso de la inteligencia artificial, que pretende emular la actividad cognitiva humana en determinadas áreas de conocimiento. Esta semántica científicotécnica, de manifiesta ideología positivista-reduccionista, puede hacer que para algunos la palabra experto no sea la que mejor puede designar a quienes ejercen ciertas actividades específicamente humanas, como sería el caso de la Medicina.
Sin embargo, el sintagma preposicional, “experto en humanidad”, hace que el término situado en segundo lugar en la relación subordinante establecida por la preposición “en”: Humanidad, haga que el primer término de dicha relación: Experto, adquiera una intencionalidad que transcienda su significado habitual.
La adecuada interpretación de este hecho creo que puede permitirnos encontrar el auténtico sentido del mencionado sintagma.
Si nos fijamos en lo que S. Juan Pablo II entiende por “experto en humanidad”, posiblemente estemos en mejores condiciones para encontrar el nuevo sentido dado a la palabra experto; para el Santo Padre serían personas “que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios”.
Se refiere a alguien que posea un profundo conocimiento de la intrahistoria humana, pero no como un observador ajeno a ella, sino como un copartícipe en su evolución y desarrollo diario; además de estar dotado de un alto sentido ético-moral que le permita transcender la inmanencia de la que participa, como miembro activo de su sociedad.
Hay un sentimiento que creo que puede llegar a sintetizar la experiencia y el hacer del “Experto en humanidad” -que a mi entender, debe ser el médico- al que me quiero referir: La “compasión”.
La (com)pasión implica siempre pasión despertada por la persona que sufre, se trataría de covivenciar el sentimiento del otro, compartir apasionadamente una tormenta emocional. Este sentimiento no puede transmitirse con palabras, pertenece al ámbito de la comunicación no verbal que propició el que nuestros ancestros, sentasen las bases que sostienen las relaciones interhumanas.
El agente que ejerce la compasión debe basarse en un fuerte componente afectivo hacia el otro, un sentimiento enraizado profundamente en la solidaridad interpersonal. El sufrimiento de otra persona nos mueve a la compasión, que debe estar exenta del menor desasosiego e inquietud, y por contra, henchida de paz y tranquilidad que podrá ser transmitida al otro.
Conviene matizar ambos extremos porque, como acertadamente afirma Jacques Philippe, hay que distinguir una “compasión verdadera” de la que puede llamarse “falsa compasión”. La verdadera compasión es siempre reconfortante, lo mismo para quién la prodiga como para quién la recibe en el curso de su sufrimiento.
Como hemos referido antes, la compasión nos conduce a compartir una tormenta emocional. De cómo la experimentemos y resolvamos dependerá la calidad de la compasión.
Es natural que la persona que sufre se encuentre triste, angustiada y temerosa, precisamente es este estado emocional el que nos conmueve, movilizando en nosotros un torbellino de sentimientos que debemos canalizar correctamente. Así, pasando a un segundo plano nuestras angustias y temores, nos centraremos exclusivamente en transmitir sosiego y paz al que sufre, lo que sólo conseguiremos cuando por altruismo y/o un profundo sentimiento religioso, nos sea posible eclipsar las tendencias propias del yo. Por el contrario cuando al conmovernos tememos sufrir el miedo y la angustia del que sufre, la compasión generada, estará dominada por el desasosiego y la inquietud, se tratará de esa falsa compasión a la que nos hemos referido antes.
El maestro Laín Entralgo en su libro “La relación médico-enfermo” dedica un capítulo al “Momento ético-religioso de la relación médica”.
Aunque en dicho capítulo no utiliza el término compasión, se refiere a ella cuando trata del acto ético de la “tendencia a la ayuda al semejante menesteroso y enfermo”. Como estado afectivo previo a esta acción, considera el Prof. Laín Entralgo, que acontece un “sentimiento ambivalente…en cuya trama se mezclan y contienden la repulsión y la atracción”. No es difícil deducir de sus palabras una implícita referencia a la compasión, incluso, en su doble vertiente de verdadera y falsa compasión de la que hemos hablado, desarrollando magistralmente, el trasfondo psicológico que como conflicto de atracción/evitación acontece y debe quedar resuelto para que la acción llegue a buen fin.