A principios del siglo XIX, se produjo un importantísimo cambio de paradigma en Química y Biología cuando se desdibujaron los límites entre las sustancias “orgánicas” e “inorgánicas”: se asumía que la materia orgánica solo podía ser producida por los seres vivos, siendo imposible formarlas a partir de las inorgánicas, ya que requerían una “fuerza vital”; Este postulado se fue al traste en 1828, cuando Friedrich Wöhler descubrió accidentalmente que se podía sintetizar la urea a partir de cianato de amonio. La Ciencia nunca se despojó totalmente de prejuicios filosóficos especulativos, incluso ahora. Hoy también pretendemos definir pomposa y nítidamente muchos conceptos que también presentan unos límites más bien borrosos; por ejemplo, el de enfermedad y salud, término éste último que es enunciado y proclamado como un bien universal inherente a la sociedad del progreso.
Todo gracias a los consejos sanitarios, práctica de ejercicio, regímenes alimenticios a veces un tanto pintorescos y riguroso control de contaminantes. Pero, ¿qué es la enfermedad o el estar enfermo? ¿Hay alguna persona realmente sana? Si acudimos al diccionario, vemos que enfermedad es la “alteración del funcionamiento normal de un organismo o de alguna de sus partes debida a una causa interna o externa.” Concepto algo difuso, pero suficientemente amplio para ser acertado. En cuanto a la salud, si consultamos las exigencias de la OMS para su presencia, se nos antoja utópicas: salud es “el estado de completo bienestar físico, mental y social” (Constitución, 1946). Parece definir más bien un estado de beatitud, que dirían nuestros místicos. No obstante, da la impresión de que el estado natural del ser humano, especialmente a partir de cierta edad, es convivir con la enfermedad, si bien en grado leve y soportable para la mayoría durante gran parte de su vida. En una sociedad agobiada por la importancia de la imagen y la utopía de permanencia, estar enfermo es un contravalor. Vivimos ajenos a la enfermedad y a la muerte, cosas ambas inevitables, pero que se esconden bajo la alfombra del imaginario común, en un estéril esfuerzo de prestidigitación. Lo correcto es la salud y llegamos a percibir su pérdida como una deficiencia del sistema social de protección total. En nuestra práctica profesional no es raro ver cómo, tras el diagnóstico de una enfermedad incurable, se formula la queja, expresada con incredulidad y asombro, de que, en estos tiempos, la gente pueda enfermar o no haya curación para alguna enfermedad. Se nos ha instalado la utopía racionalista del ser humano todopoderoso. Aquí la palabra tiene una gran fuerza, en cuanto que se le atribuye un sentido positivo o negativo: ser denominado cardiópata, hipertenso, artrítico, depresivo o neurótico repercute en nuestra autoimagen, proporcionando una sensación de fragilidad e inseguridad. En este terreno el médico tiene un papel fundamental para declarar la normalidad de estar “sano-enfermo”, como constituyente intrínseco del ser humano. Nuestra profesión conlleva hacer más soportable este estado y promover la recuperación, en el grado que sea posible y no prometer ni simular una omnipotencia curativa imposible.