Por José Manuel González Infante
El relato histórico está supeditado casi siempre, al pensamiento humano predominante en un determinado tiempo histórico. Esta hipótesis debe ser confirmada, pero, sobre todo, convenientemente explicada a nuestros lectores, para lo que nos vamos a servir de un hecho histórico que aconteció el 5 de junio de 1465 en la ciudad de Ávila, durante el reinado en Castilla de Enrique IV.
El hecho histórico al que nos referiremos es conocido en la Historia de España como La farsa de Ávila, en el que se consumó el destronamiento de Enrique IV por la nobleza sublevada y la elevación al trono de Castilla de su hermanastro Alfonso.
Se nos cuenta dicho acontecimiento por los cronistas refiriendo, cómo en un llano cercano a la muralla de Ávila, edifican un cadalso de madera en cuyo centro colocan una efigie del rey Enrique IV portando los atributos reales y sentada en un trono. Tras la lectura de las acusaciones por los incumplimientos del rey para con los nobles y sus súbditos, sentencian su deposición del trono castellano, lo que materializan despojando a la efigie real, primero de la corona –símbolo de la dignidad real- que le es arrebatada por el Arzobispo de Toledo; después, de la espada –símbolo de la Justicia- que le sustrae Álvaro de Zúñiga, conde de Palencia; en tercer lugar, del cetro –símbolo de la gobernabilidad del reino- que le quita Rodrigo Pimentel, conde de Benavente; y, por último, consuman el destronamiento arrojando de un puntapié la estatua del rey al suelo, acción que realiza Diego López de Zúñiga.
Este es el relato del hecho histórico. ¿Cómo interpretar hoy un acontecimiento, a todas luces, grotesco e infantil -aunque de una alta relevancia política en su tiempo- realizado por señores pertenecientes a la élite más noble de Castilla? Sólo es posible hacerlo valiéndonos de la consideración de las características propias del pensamiento medieval, en el que, la persistencia del pensar mágico-mítico, es un hecho incuestionable y, responsable, muchas veces, del comportamiento de aquellos a quienes les tocó vivir bajo su influjo. Para los contemporáneos de Enrique IV y para él mismo, en la naturaleza todo estaba emparentado; la parte equivalía al todo y las relaciones de contigüidad eran la base causal de muchos acontecimientos naturales (González Infante, 2007).
Desde hace tiempo he venido sosteniendo que la Farsa de Ávila es un fiel reflejo del transfondo cultural de su propio tiempo histórico. Un autor francés, Lucas-Dubretón, al que debemos un acertado estudio biográfico del rey castellano, califica la deposición del rey en Ávila como una “ceremonia extraña” orquestada por dos personajes: El marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, el primero un hombre oportunista, amoral y descreído y, “el otro, mágico y arzobispo”, como lo califica Lucas-Dubletón. Para este autor, en el “acto de Ávila dos cosas aparecen: El teatro y la magia”. Es el contenido mágico del destronamiento el que permite interpretar la teatral ceremonia. Cuando van privando a la efigie del rey de los distintos símbolos de poder, es lo mismo que si al que despojaran de ellos fuera al mismísimo Enrique IV, al igual que cuando derriban de una patada su efigie, “…no es la estatua del rey, es el rey mismo el que es pateado”, afirma Lucas-Dubretón con todo acierto.
Para el pensamiento mágico-mítico no existen diferencias entre la percepción real y su representación, estando regulada su actividad por su carácter “cosificante” que unido a su carencia de la categoría de lo ideal, le hace confundir el símbolo con la cosa simbolizada.
Un acto de las características del descrito, podría interpretarse en nuestra época como un gesto político cargado de irónico simbolismo; sin embargo, para la sociedad tardo-medieval trascendía lo simbólico, para convertirse en un derrocamiento de hecho. Su trascendencia sociopolítica se reflejó en sus consecuencias: Una guerra civil en el territorio castellano entre los partidarios de Enrique IV y los de su hermanastro, el que, por cierto, subía al trono castellano como Alfonso XII.
Aunque es muy importante el acto de Ávila como expresión del pensar mágico-mítico propio de la época, su relevancia como determinante de unos hechos socio-políticos de tanta trascendencia en el reinado de Enrique IV de Castilla, es sólo la propia de un mero agente precipitante. Téngase en cuenta que, previo al destronamiento y nombramiento de otro rey, el ambiente político en Castilla era particularmente proclive a tales cambios; así, una nobleza ensoberbecida y en franca rebeldía, y un rey pusilánime y extremadamente débil, eran los ingredientes imprescindibles, que arropados por una teatralidad mágica -en la que muchos creían y otros utilizaban- desencadenó un proceso que quisieron revestir con un manto de legitimidad.
La trascendencia del acontecimiento que tuvo lugar en el siglo XV, parece que no se ha tenido en cuenta por los historiadores al confeccionar la cronología de los reyes españoles; así, en 1877 accede al trono de España con el nombre de Alfonso XII y el apelativo de “el pacificador”, el hijo de Isabel II, cuya abdicación se había producido en 1868, implantándose ese mismo año la I República Española. Resulta curioso constatar las similitudes y discordancias entre uno y otro Alfonso. Concretamente, ninguno de los dos hereda la corona, sino que son elevados al trono por imposición de los nobles castellanos, el primero, y del ejército, el segundo. Ambos sustituyen en el trono a monarcas depuestos no fallecidos; sin embargo, mientras el Alfonso medieval sirve a la nobleza como justificación a su sublevación frente al Monarca legítimo, el Alfonso moderno representa para los políticos y militares del siglo XIX, un símbolo de pacificación.