Dr. Juan José Bretón García. Especialista en Medicina Interna, Neumología y Oncología Médica
Estamos tan acostumbrados a que las decisiones médicas se tomen en base a pruebas (no evidencias) sólidas, que parece no ha existido otra forma de razonar y obrar en la comunidad científica. Sin embargo, durante un periodo de cerca de dos mil años, los paradigmas se basaron en especulaciones que ahora nos resultan al menos extrañas, cuando no ridículas o extravagantes.
En la Edad media, y hasta el siglo XVIII, el “de las luces”, en que se impone poco a poco el razonamiento lógico y la experimentación, la praxis médica europea estuvo dominada por el llamado galenismo arábigo, cuyas fuentes se remontan a la antigüedad grecorromana y se fundamentan en los presupuestos de Galeno (130-210), heredero intelectual de Hipócrates (460 AC-370 AC), que se insertan en un sistema cosmológico finalista y autosuficiente. Este cuerpo doctrinal se refugia, tras la caída del Imperio de Occidente, en la Persia sasánida. Cuando en el siglo VIII los árabes la conquisten, asimilarán este saber y se traducirán muchos textos, teniendo un papel trascendental en el siglo IX la llamada Casa de la Sabiduría de Bagdad. El siglo X y el siguiente se consideran como la “edad de oro” de las ciencias naturales en la cultura islámica y eminentes sabios como Avicena (Ib Sina, 980-1037) en medicina o Rhazes (Abu Bakr al-Razi, 865-925) en cirugía, publican monumentales enciclopedias: el Canon y el Liber Continens, respectivamente, que se estudiarán en Europa hasta el siglo XVII. Fue particularmente brillante la aportación española (Al-Andalus) con médicos como el sevillano Avenzoar (Ibn Zuhr, 1090-1162) o botánicos como el malagueño Ibn Albeitar (1191-1248), que superó al famoso Dioscórides. Mediante las escuelas de Toledo y de Salerno se difunde este saber a la Europa cristiana.
La teoría hipocrático-galénica más influyente es la de los “humores y los temperamentos”, según la cual todos los seres vivos están formados por cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Dichos elementos surgen de la combinación de cuatro propiedades o parejas contrapuestas: frío y calor, sequedad y humedad. En el hombre, los cuatro elementos se identificaban con los cuatro humores o sustancias: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. Para estar sano se ha de tener estos elementos constitutivos equilibrados; la enfermedad (discrasia) se produce por la rotura de ese equilibrio y para restaurar la salud es necesario la administración de una dieta o farmacología que tienda a recuperar esa armonía. Se clasifican así los alimentos y medicamentos, de acuerdo a sus cualidades, en secos, húmedos, calientes o fríos y se administran en mezclas y dosis que contrarresten las características esenciales de la enfermedad. Obsérvese como aún perviven estos conceptos y se asumen como ciertos en el lenguaje y creencia populares y en las pseudociencias de toda condición.
Otra famosa teoría era la del pneuma, que es algo así como lo que anima las funciones vitales: así, habría uno “natural”, que va del hígado a las venas; otro “vital”, que llegaría del corazón a las arterias; y finalmente un pneuma “animal”, que desde el cerebro iría a los nervios. Se le asocia a la idea del “calor innato»: El combustible lo proporcionarían los alimentos y la refrigeración, el pneuma. Este calor estaría ubicado en el corazón y desde allí se distribuía a todo el organismo a través de la circulación. La terapéutica se basaba en el principio de contraria contrariis: teoría que defendía que los contrarios se anulan entre sí: los médicos prescribían medicinas o alimentos “fríos” (acelga o lechuga) para las enfermedades calientes y remedios “secos” (vinagre, comino) contra las enfermedades húmedas. Como se puede deducir, establecer un diagnóstico y decidir qué medio terapéutico emplear era una ardua tarea, donde también podían entrar cuestiones astrológicas o religiosas. El uso de plantas curativas era muy importante y los herboristas, indispensables. Donde sí que había autentico empirismo avant la lettre era en el tratamiento de heridas de guerra y traumatismos, con grandes avances.
A pesar de su poca efectividad, puede uno pensar que entonces la medicina sí que era un “arte” y el médico un auténtico sabio, cuyo saber rebasaba la propia materia médica de la época y como tal considerado y respetado por sus contemporáneos.